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CINEMATÓGRAFO : LOS VERANOS MÁS HERMOSOS DE YASUJIRO OZU

Actualizado: 1 sept 2018

miguel ángel barroso


Si Ozu se refugia en la dulzura del alma es para hallar sus espinas, para volver gota de sangre lo que otras almas asimilarían como vida.

Porque la vida no se derrama y se contiene en su esplendor, Ozu es paciente y ataca cuando puede, cuando las fuerzas lo permiten, cuando el cerebro se rebela. Ozu es impertinente, se ríe con descaro a espaldas de quien le odie; nunca el veneno hará mella en quien lo bebe de un trago… y se acompaña de la noche.

Los veranos son cálidos, la imagen se retiene, la cámara acepta su humillación de sentarse en el suelo.

Todas las estrellas están presentes, todos los grillos se presentan, todos los objetos suman otros pequeños objetos y siempre hay unos ojos que los miran, o esos ojos piensan que los miran, o esos ojos se cierran y los miran.

Y siempre hay otros ojos que distanciados de aquellos simples objetos, se empeñan en ser guardianes de los ojos que miran o que fingen el sueño; esos ojos que miran otros ojos lanzan telarañas que invisibles, son brazos que cuidan, bocas que sueltan palabras dulces, rostros que sonríen siempre sin mentir.

Porque Ozu es un rebelde minimalista y revolucionario: “el menos japonés de todos los directores japoneses”.

Sus héroes no dan gritos, ni saltan como locos en pos de la colina victoriosa. Matar enemigos es cosa silenciosa, no se habla de la muerte deshonrosa, solo la verdadera muerte es aceptada, la muerte que a cada uno le entrega su rosa y su espada, la muerte que tira fuerte de los pies pero que entrega agua para que la sangre no sea tan espesa.

Es la cámara de Ozu que tiene un ojo y no parpadea, la que guiña rápido el visor de 50mm., y compone cuadros infinitos que son prueba de otros cuadros que con gravedad casi de eternidad se imponen a la tragedia y realzan el aroma del pan recién hecho, de la vuelta a casa del padre, del soldado, del saludo de la esposa, de la llegada de la hija oficinista, del hijo universitario, de un niño que mira al ver entrar a su hermano.

Ozu se tumba en el suelo y no se despega del visor de la cámara; está tranquilo en su puesto de guardia, él, soldado implacable del emperador, no le rinde cuentas a nadie que no sea su propio rugido, su alma de león pacífico y nunca resignado.

Ozu ordena el movimiento de sus actores, de sus objetos: lo que se mueve se para, lo que está inmóvil echa a andar.

Por los senderos de la risa, camina el vagabundo con su botella de sake y su té verde con arroz para despedirse mejor antes de la marcha ¿sin retorno?

Modos de campesino sin serlo, hábitos de bebedor componiendo todos sus poemas, sus lienzos, sus guiones ¡Y todo oliendo a pintura fresca!, a rocío despierto de noches inquietas y exultantes; porque la vida se estrena allí donde las moléculas encuentran su sitio, donde caben todos los átomos en orden o desorden, donde la cabeza se pone a precio y se entrega la vida como corsario de puntillas sobre la quilla.

El honor no son las apariencias, sino las buenas acciones ignoradas por la mano derecha.

Ozu en el suelo, ordena la acción y se olvida de los buenos y los malos; en su cine solo hay humanos, seres para más señas que se mueven al son de su propia vida y siempre preocupados por el son de las vidas ajenas.

Ozu sabe que a un japonés le importan mucho las apariencias, el qué dirán, la reputación mal adquirida; por eso se ríe, se burla de todos ellos y los hace recorrer sus vidas una y otra vez con la circularidad de su propia mezquindad, de su propia bondad, de su propio amor fingido y verdadero.

Ozu es un narrador de sí mismo; le entusiasman los cuentos que nunca tienen fin; pero todo es un arroyo que fluye, todo es un presente continuo, y lo vacío es el flujo del ayer, que en realidad es solo instante de quien abandonó la habitación y ahora camina por la calle.

Ozu es luminoso, nostálgico, pesimista lleno de un gran optimismo.





Ozu es la impermanencia y la luz del agua de un río donde muchas veces padres e hijos lanzan juntos la caña que no busca el pez, sino la fraternidad, el amor, la comprensión de la vida que hace día y hace noche y la mayor parte del tiempo se escapa como mares furiosos donde las olas barren los peces y el vapor del agua asalta los ojos. Y las lágrimas se confunden con pequeña sangre que sin embargo es salada y corta el plano.

No hay fundidos a negro, no hay encadenados ¡Trucos de la cámara impropios del arte!; no hay flashbacks, ni épocas antiguas de samuráis en el cine de Ozu; solo el presente como un todo que engloba no solo el pasado, sino el universo entero y esa nada oscura, por supuesto, ese carácter chino que Ozu quiso colocar a modo de sentencia en su epitafio: MU (nada o la nada); y ahí, en esa tumba, yace todo lo que él quiso: el artista absoluto, el artesano del tofu, el hombre que no se atrevía a soltar su timidez, el genio que es la humildad.

Un escalofrío me sobrecoge cuando veo las treinta y siete películas que se conservan de Yasujiro Ozu, pero ¿por qué el terror si el tiempo no existe para los dioses? Se que es la felicidad y por eso no me preocupo: ¿quién podría tiritar cuando sale el sol?




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